TRAPITOS CALIENTES

Pasaron los días de la fe exacerbada.

Del peregrinar genuino y del nuevo…ese de la gente que se traslada a los pueblos para cumplir sus promesas volviendo a Salta. Los puesteros van levantando sus mercaderías, los visitantes a sus casas, las calles se aquietan de lo sagrado  y todo vuelve a  su carril.

¿Y la fe?  La fe sigue siendo un extraño misterio. ¿Qué es? ¿La confianza total, una esperanza…un salto al vacío? ¿Un don que se vislumbra en la mirada de algunos,  un aprendizaje que nos sustenta ante las injusticias de la vida?

Por estos días me acordé de mi abuela. La experiencia más cercana a la fe católica que tuve se la debo a ella. Molesta porque  mis padres se negaron a bautizar a sus hijas, se pasó la vida pensando que nuestro asma hundía sus raíces en esa ausencia.

Y luego de intentar vanamente  convencer a mi madre de bautizarnos a escondidas, tomó la situación a su cargo.

Nos llevaba a la Iglesia, nos traía agua bendita, conseguía escapularios que olían a alcanfor, nos enseñaba a rezar, nos  contaba vidas de santos como cuentos de hadas, cuya magia nos fascinaba.

Nos daba “intomables” jarabes de cebolla y níspero y aún la veo, en alguna crisis de asma feroz, planchando  trapos calientes que  nos ponía en el pecho, rezando, rezando y llorando…

Luego, cuando mi hermana y yo fuimos más grandes, conocimos a San Cayetano. Y esa experiencia, representó la aventura total.

Eran los años 70 y cada miércoles nos llevaba caminando – cumpliendo vaya a saber qué promesa –desde Tres Cerritos, un barrio alejado en esa ápoca, hasta la humilde  gruta de la subida  que ahora conduce al Grand Bourg.

Sombreros, palos como bastones y a caminar. Ella cantaba, decía adivinanzas y mientras tanto nos mostraba las plantas silvestres que se erigían entre tanto yuyaral y caminos de tierra de esos años: la Santa Lucía para los ojos, el poleo para el mate, la increíble  “Cerrate comadre” .

Esas caminatas fueron la risa y la gloria de nuestra infancia.

Pasó el tiempo. No me curé del asma, no sigo la religión católica pero, cuando en su lecho de muerte y de PAMI, aquejada por los dolores y el mal trato de los funcionarios de salud ella me preguntó: “¿Por qué Dios se olvidó de mí?”, solo atiné a asegurarle que jamás la había olvidado, que simplemente me había encargado a mí que le encontrara otro médico y otra clínica. Ella sonrió, esperanzada.

No hubo caso, no encontré los mejores médicos y ninguna clínica quiso recibir una paciente de 96 años y encima de PAMI… pero ella no se enteró de toda esa oscura maraña.

Murió rezando, en la terapia intensiva de una horrible clínica, aferrada a su rosario y a la luz de su inmensa, inquebrantable  fe.

 

Patricia Patocco

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