Se recuerda en este mes de agosto la figura del poeta salteño Manuel J. Castilla.
La celebración corresponde al centenario de su nacimiento, en Cerrillos y desde comienzo de año se han sucedido los actos y reconocimientos a nivel nacional y provincial.
Manuel José Castilla fue periodista, director de la biblioteca provincial “Dr. Victorino de la Plaza”, fue uno de los fundadores del grupo poético La Carpa, que reunió a los poetas, filósofos y ensayistas del noroeste, más importantes de su época. Autor, junto a Gustavo “Cuchi” Leguizamón, Eduardo Falú de obras importantes del cancionero popular folclórico de nuestro país, que alcanzó reconocimiento internacional.
Recibió innúmeras distinciones por su obra, entre ellas el Primer Premio de Poesía del Fondo Nacional de las Artes, el Primer Premio Nacional de Poesía y el Gran Premio de Honor de la SADE.
Y fue, sobre todo un poeta inmenso, que dejó hablar a todos sus sentidos para nombrar la tierra y para nombrarse como parte del devenir del mundo y la naturaleza “Ese hongo, anaranjado y húmedo pegado en este tronco en el monte/es mi oreja y escucho, hasta el más leve, todos los ruidos de la tierra”.
Conmovido por lo sagrado de la vida en todas sus formas, por los animales, la naturaleza, por los indios, por los más humildes de la tierra ha sabido escrutar en el lenguaje hasta encontrar los destellos más genuinos, las palabras más intensas para nombrar cada partícula del universo.
Sus hijos, artistas de enorme talento ambos, como no podía ser de otro modo, cada uno con su estilo y hondura, hablaron con ARTENAUTAS de su adorado padre:
Guaira Castilla, el titiritero errante y escritor dice “ Pienso que mi padre estaría agradecido de recibir tanto afecto de la gente. Yo mismo estoy sorprendido del cariño y que aún se siga tanto su poesía y sus canciones. De entre tantos poemas me gusta mucho “El Almacén”
Por su parte Teuco Castilla, laureado poeta comentó que “…Hablar sobre la poesía de mi padre es un hábito que no he cultivado. He visto nacer muchísimos poemas suyos y cada uno parecía ser una nota intensa de una sinfonía. Y es que si observamos su trabajo, todo el conjunto es una gran cosmogonía.
– Y que diría con respecto a esta larga celebración de sus 100 años?
– Mi padre… pues estaría feliz de verse tan vivo a los cien años! Y en cuanto a mí pues que otra cosa que celebrarlo!
Y como a un poeta se lo celebra leyendo su poesía, a continuación algunas que pueden dar la pista sobre de quien hablamos cuando hablamos de Manuel J. Castilla,”El gozante”
Niño dormido en un mercado
He visto un niño colgado del techo de un mercado
en Santa Cruz de la Sierra, en Bolivia.
Dormía en su cuna de lona
entre el chillido verde tierno y hediondo de los monos,
entre ramos de acelgas arrugados,
entre los mágicos y desnudos cuerpos humanos de las zanahorias
junto al hebroso y blanco de las mandiocas
Ahora lo recuerdo
su sueño me quema todavía
con la leche apurada que le daba su madre,
con el pico crepuscular de los tucanes
que lo hubieran tragado como un tamarindo.
El niño era una semilla preñándose en la lluvia
sin saber si iba a ser una flor o una lechuga.
Gente en los sueños
Los sueños tienen gente.
y uno, dormido, es como una casa
que de golpe se llena de personas.
Hay veces que ellas y uno, todos, caminamos y hablamos
y nos oímos apenas como si conversáramos desde lejos.
Uno habla con los amigos muertos.
Y cuando se recuerda
se hunde en un espejo, de espaldas,
las manos llenas de ademanes vacíos.
Y un día brillante queda lejos y solo.
Zamba de Argamonte
(Manuel José Castilla – Gustavo Leguizamón)
La noche que ande Argamonte
tiene que ser noche negra,
por si lo vienen siguiendo
y le brillan las espuelas.
Argamonte por el monte,
pasa despacio a caballo;
los lazos de su memoria
al aire van cuatrereando.
El gaucho que va a caballo,
no desensille.
No vaya que, andando el vino,
me lo acuchillen.
Cuando Argamonte se acuerda
que andaba por esos chacos:
la luna le pone encima
la sombra del contrabando.
Y si canta una baguala
a orillas del Pilcomayo:
el agua se lleva un toro,
cuando lo están despenando.
POEMA QUE MANUEL J. CASTILLA ESCRIBIÓ TRAS EL ASESINATO DE ALBERTO BURNICHON, EDITOR
Vengan, arrimensé, vean lo que han hecho.
Antes que se lo lleven mirenló de perfil en este charco.
Ya le va ahogando el agua poco a poco el cabello
y la alta frente noble.
Los pastos pequeños afloran entre el agua sangrienta
y le tocan el rostro levemente.
Su corazón sin nadie está aguachento con una bala adentro.
¿Miraron ya?
¿Era de mañana, de tarde, de noche que ustedes lo mataron?
¿Se acuerdan cuándo era?
(Los alquilones sólo miran la hora del dinero.)
No, no se vayan, oigan esto:
El hombre que ustedes han matado amaba la poesía.
Cuando ustedes aún no habían nacido
los pies de ese señor iban por todos los pueblos de Argentina
dejando en cada uno la voz de los poetas.
Esos versos llevaban
sus ganas de justicia y de mostrar belleza.
Ustedes han cobrado dinero por matarlo
y él jamás cobró nada porque ustedes aprendieran a leer.
Fíjense:
hacía libros de poemas que regalaba a los obreros.
Tenía como ustedes, hijos, mujer y un techo
que también le han derrumbado
y libros de aprender a ser gente.
Todo eso han destruido, ¿se dan cuenta?
¿Y ahora?
Ustedes, pobres matadores,
perdonados por él, ya reposados
piensan conmigo: ¿Qué haremos con el muerto?
Yo lo recobro ahora, húmedo en yuyarales.
Mi mano le despeina como a un nido dormido.
Miro su portafolios abierto en donde caben todas las sorpresas del mundo,
fotos de sus amigos pintores y escultores
saliendo entre las pruebas de algún libro de versos.
Lo miro apareciendo en cualquier parte en cuanto lo han nombrado.
Se iba quedando siempre que se iba.
Por eso estaba con nosotros, ausente.
Nos quería en silencio.
A Wernicke, a Galán, a Lino Spilimbergo y a Alonso.
Luis Víctor Outes, Bustos,
le arrodillaban el corazón
cuando Rolando Valladares triste, andaba en las vidalas.
Se echaba en la amistad como un vino en las copas
y había que beberlo
hasta la última luz del alba y la alegría.
Va cielo arriba, en Córdoba, solito.
Nosotros, aquí en Salta, lo pensamos.
Y ahora, matadores alquilados:
¿qué hacemos con el muerto?
Salta, 16 de abril de 1976
QUÉ LINDO CUANDO ME MUERA
Qué lindo cuando me muera y vengan mis amigos a mirarme los ojos.
Estaré ya lejano, llenas de un sueño quieto mis pupilas.
Tal vez dentro de esa agua
vayan viendo las cosas que yo he visto y amado:
un lapacho amarillo y otro lapacho blanco
donde miré la tarde endulceserse silenciosa
y a la nieve pensando su copo más hermoso.
Tal vez me miren viendo como nace la flor de la semilla,
su fiesta sola y olvidada;
puede ser que me encuentren solos los cementerios de las cumbres en la Poma,
oyendo cómo suena, reseco en siemprevivas, el olvido en el viento
entre rosas celestes de papel inocente.
Quizás también, junto a mis apagados ademanes,
beban la chicha cuajada en ojos muertos
por donde miran tristes los maíces de América
y por donde mi canto se calienta
y me sale al camino
igual que una bandera colorada y de fiesta en Bolivia.
Quizás dentro los cielos hueros de mis pupilas
hallen una corzuela muriéndose en los montes
como un agua apagada por su propia hermosura
y encuentren unos ciegos cantando, entraña tras entraña,
muertos que se les quedan colgados de sus rezos
igual que una guirnalda de violetas heladas.
Acaso un día, carnavaleando airosos con el vino
llenos de sol y harina y coplas y caballos,
topen un ramo verde de albahaca marchitado
y piensen que yo alegre me coronaba de laureles.
Puede ser que mirándome se vayan por los chacos
y entre arena y arena y más arena se descuelgue la luna
con una garza adentro entre los bobadales del Bermejo.
Quizás entre guitarras las madres amantísimas
sientan las serenatas desvelarlas;
quizás con las palomas del amor se alejen sus mensajes en papeles celestes
deshaciendo en el aire sus huesos delicados.
Quizás todo eso ocurra
cuando junto a mis ojos, grises por el olvido,
estén conmigo dulcemente muertos.