No estaba en los cálculos. No de esta manera.
Por estos días andaba feliz, con la alegría sencilla de quien da un salto que no pensaba lograr.
Había presentado por fin, su tesis en la UNSa, un posgrado de Especialidad de Género cursado hace algunos años, cuando eran incipientes estos temas. Luego de aprobar todo, quedaba la tesis, que parecía un imposible y sin embargo, la hizo.
Tiene 55 años, de los jóvenes años de hoy. Esos de trabajar a destajo, en la oficina que cada tanto cambiaba de lugar y sobre todo en continuas salidas al campo, en el codo a codo con campesinos y comunidades originarias, sobre todo con mujeres, los eslabones más empobrecidos y embrutecidos de las cadenas familiares de producción agrícola.
A ellas les enseñaba sobre género, pero no las elucubraciones complicadas que barajamos en las ciudades. No, no, en esas realidades se habla de salud reproductiva, de prevención y cuidados ante enfermedades infecto contagiosas, de las formas del maltrato ancestral de las masculinidades más cerradas.
Apoyo, asistencia, ese era su trabajo.
Integraba equipos técnicos que viajaban periódicamente a diferentes localidades del interior de la provincia visitando, enseñando y fortaleciendo el trabajo de los agricultores familiares para mejorar la sanidad, los procesos productivos, acceso a máquinas y herramientas, conocimientos para vender sus productos.
Tiene 55 años, esos en los que crees que pasó de todo: estudiar, enamorarse, tener hijos, ver morir a los padres, separarse. Y trabajar, siempre. En negro, en el gris del monotributo al Estado por mucho tiempo hasta que un día la pusieron en blanco. Por 19 años trabajar en el Estado.
Creía haber vivido y visto todo, en las pobrezas profundas del interior de nuestro país, pero no.
Nunca imaginó que un día, una de sus hijas adolescentes la iba a llamar llorando “mamá, te llegó un telegrama de despido”.
No entraba en sus cálculos semejante situación.
Ahí en segundos, se le vino el mundo abajo y de pronto, sintió que se le encanecían los 55 que venían tratándola tan bien. Como a ella, le está pasando a mucha gente despedida de la Secretaría de Agricultura Familiar por estos días.
La llamo, está en asamblea. No comprende, con todo lo que se capacitó, con todo lo que falta hacer en nuestra larga, inmensa Argentina, en aquellos parajes donde pocos llegan, salvo los técnicos. Es fuerte y luchadora, habla y solo se le anuda la voz cuando cuenta el momento en que su hija la llamó, llorando. Y cuando, con el realismo que da la experiencia y las batallas de la vida dice “Tengo 55 años, ¿dónde encuentro trabajo ahora?”
Como ella, muchas personas de la Secretaría se quedaron de repente, sin trabajo ni explicaciones. Son familias, transitando el desconcierto de una realidad llena de violencias.
Con ellos, infinidad de productores/as que conforman las laberínticas redes de la ”agricultura familiar”, la que provee el 70 % de la fruta y verdura que consumimos a diario, quedan a la deriva.
Porque se desprecia la mesa sin los frutos de la tierra de cientos, de miles de compatriotas, desde un pasado que nunca parece haber sido perfecto para los argentinos.
Hay derivas inconcebibles, huecos de injusticia que traspasan el alma, hace más de 30 años que vemos esas miradas de desesperación de quien se queda sin trabajo en nuestro país. Las conocemos o las vivimos alguna vez.
Tengamos la delicadeza de ver la realidad, levantar voces y tender la mano. Apoyo y asistencia, lo que ella hacía.
Estas cosas pasan mientras debatimos con el énfasis de la más profunda ignorancia si la changuita aquella de la tv, debe o no usar corpiño, con la hipocresía del que no intuye la verdadera dimensión del precipicio.
Es otoño, caen las hojas, parecen saltos al vacío…hay sin embargo brotes en lo más profundo de las raíces, las hojitas van a volver a salir.
(Patricia Patocco, 26 de abril de 2018)