Primer domingo de abril, suena el celular.
La kiosquera avisa “¡Llegaron algunos diarios nacionales! Cuál va a querer?
La novedad es que hacía un año que – por la pandemia- no aterrizaban en Salta, igual que la mayoría de las revistas.
Algunas editoriales cerraron, otras le dieron de baja a algunos productos, otros re aparecieron en cuentagotas hace unos tres meses.
Pero los diarios nacionales recién acaban de volver y la llamada mostraba su entusiasmo: “los fines de semana y por quince días”- me aclara- “porque van a ver si se venden”. Luego me recita de memoria las revistas que ya no se editan, las que sí y en qué condiciones.
Los canillitas integran uno de los sectores que más sufren esta tragedia del covid. Sus revistas algo amarillentas lo atestiguan. Han visto muy restringidas su tarea, sus ventas y que lleguen diarios en papel los domingos les significa algún alivio.
¿Cómo no comprar, si antes siempre?
Llevé La Nación y leyendo me entero que era la última tirada en formato sábana, luego de 150 años cambian al formato berlinés (parecido al tabloid ) así que guardo el ejemplar, ya es historia.
Los lectores de diarios nos acostumbramos en este largo tiempo, a la experiencia digital – ya la teníamos incorporada, claro – pero la terminamos de adoptar a la fuerza porque a la provincia de Salta, no llegaban.
Lo digital es el tiempo que tenemos, el que viene y que ofrece además múltiples ventajas encantadoras pero, hay un tiempo que se va agotando y no voy a dejarlo ir tan así, sin retratarlo al menos.
Porque sucede que en papel un diario, una revista, un libro constituyen una experiencia diferente, al menos para los fans. Es un momento sensorial que involucra el tacto, el olfato, el tiempo de abstracción en la soledad de la lectura, el café que acompaña, el releer, el recortar…
El placer estético, nada más y nada menos.
El incesante caudal de impresiones que provoca se puede comparar quizás a la diferencia entre contactarse por whatsaap o a estar en presencia real de alguien, con todos los mensajes que deja una mirada, un perfume, un estrechar de manos.
Ese “border” de sensaciones tan difíciles de explicar, tiene que ver con una buena pluma, pero también con el objeto en sí y con recuerdos, asociaciones, instantes que van más allá de lo que uno lee y que – dichosamente- volví a experimentar el domingo.
En mi genealogía existieron abuelos que fueron muy lectores y que consumían cada día varios diarios. Un padre que llegó a Salta a fines de los 60 y que además de leer los locales , esperaba el sosiego de la tarde del domingo con fruición. Encendía su auto Unión e invitaba al breve paseo hasta el centro, justo a la esquina de Belgrano y Mitre, donde conseguía su diario nacional del domingo. Y luego volvíamos a casa, todos despejados por el paseo y él, a leer en su sillón alumbrado por la lámpara anaranjada hasta la noche, cuando recobraba la conciencia y volvía disipado, feliz a la charla familiar, comentando lo leído. Es historia ya también.
Ceremonias íntimas para la información, la interpretación de la realidad, el aprendizaje o entretenimiento.
Una liturgia gozosa que va cambiando, vaya a saber hasta dónde, porque nadie conoce los destinos del papel y porque aunque desaparezca algún día, las personas vamos a seguir inventando los soportes.
Y los lectores sobre todo, vamos a seguir descubriendo nuestros propios e irrenunciables rituales de placer para acceder a las noticias y a las buenas maneras de contarnos las historias.
Porque de placer se trata.
(Patricia Patocco, 9 de abril de 2021)