Por Alejandro Morandini
El profesor Jorge Lovisolo llegó a la provincia de Salta en 1985 para hacerse cargo de las cátedras universitarias de Historia de la filosofía contemporánea y de Metodología y epistemología de las Ciencias Sociales. Fue propuesto para los cargos vacantes por colegas y amigos durante la llamada normalización durante la primavera democrática que sobrevino luego de la nefasta dictadura militar que arrasó con el pensamiento y la creación de las aulas de la Universidad Nacional de Salta. Inmediatamente trabó amistad con la poeta Teresa Leonardi Herran, Kuky, quién ya dictaba clases en esa casa de altos estudios. Fue en virtud de ese encuentro que se mantuvo por casi treinta y cinco años “sin jamás sufrir un desencuentro” que me acerqué a Jorge, cuando este ya se encontraba postrado en su casa de San Lorenzo. Entre los meses de septiembre de 2022 y enero de 2023, sostuvimos un intenso intercambio telefónico y de visitas recreando al detalle la vida intelectual y de acción política de Kuky para el Fondo Nacional de las Artes en una investigación que recobra diversos textos dispersos de la poeta salteña. Por supuesto que ya nos conocíamos con Jorge, nuestro primer encuentro fue en 2001 en una mesa de café presidida por Pedro González, director de la legendaria revista Claves, en cuyas páginas colaborábamos, y acompañados por la no menos grata presencia del extraordinario poeta Joaquín Giannuzzi. Fue González quién me lo presentó, y fue Joaquín quién inició el riguroso interrogatorio sobre mi actividad con la inofensiva pregunta de rigor, ¿qué estás leyendo, Alejandro?
La mesa del bar se extendía en largas digresiones literarias que fueron la fragua donde se forjaron más de un ensayo y artículo periodístico para Claves, y la partera de lecturas e investigaciones que se fueron concretando despaciosamente contra viento y marea. Nunca hablamos de temas que no fueran estrictamente literarios, aun cuando la realidad social acosara en forma de crisis económica o como espectáculo deportivo para maravilla de millones de espectadores a lo largo y ancho del mundo.
Nuestros encuentros fueron siempre casuales, esporádicos y las charlas, aunque breves, se dirigían rápidamente hacia el fenómeno literario. Recuerdo encuentros fortuitos en los sitios más inesperados de nuestra pequeña ciudad que inevitablemente se enfocaban en cuestiones literarias; si lograba sorprenderlo con alguna novedad que estuviera leyendo, sus comentarios no eran menos gratos ya que reducía todo tema de conversación a una cita bibliográfica. Esa disposición, que dejaba afuera a muchos de los presentes, le fue sugerida por su inagotable lectura de Proust, quién afirmaba: “uno nunca debe perder la oportunidad de citar cosas de otros que son siempre más interesantes que las que piensa uno mismo”. Su ironía provenía de su formación intelectual y del trato frecuente con escritores nacionales y extranjeros, muchos de los cuales fueron sus íntimos amigos, como el chileno José Donoso, o los filósofos argentinos Horacio González o Ricardo Forster.
“Podría haber recalado en cualquier lugar pero un día me desperté en Salta”, confesó. Vivía en esta ciudad como se vive muchas veces la condición provinciana: de espaldas al mediterráneo conservadurismo local. Hay un fragmento del documental “De Frankfurt a Humahuaca con Jorge Lovisolo”, dirigido por Norberto “Negro” Ramírez y producido por Eduardo Montes-Bradley, que destaca una frase lapidaria sobre esa condición, “es un criadero de esencias”, dice refiriéndose a lo que en las charlas desglosaba como “la tradición arcaizante y regresiva que opera en Salta”, y que hace de este valle “una aldea promiscua e incestuosa, carente de anonimato”.
Teníamos muchas observaciones en común, las suficientes como para fundar una amistad, sin embargo nunca nos dimos esa posibilidad. Gozábamos del mismo síntoma, no hablábamos de otra cosa, sin embargo el trato no cambió la relación. Su confidente siempre fue Kuky. Podíamos expresar nuestras divergencias sin lastimarnos y reencauzar rápidamente nuestra conversación sobre el asunto que fuera. Jorge, como Kuky, admiraba la poesía de Teuco Castilla y tenía opinión formada sobre Hugo Rivella, a cambio yo podía confesarle sin tapujos y parodiando a Borges, que hacía ya muchos años había dejado de interesarme lo “enfático y agrícola” en materia poética.
Las visitas a su casa se aceleraron antes del comienzo de la Copa del Mundo en Qatar, y ya con los textos recobrados de Kuky reunidos para su edición definitiva, le solicité a Jorge que escribiera unas páginas introductorias. Las visitas continuaron durante el paroxismo del Mundial, y aun así jamás hubo siquiera una breve referencia al acontecimiento deportivo más importante de los últimos tiempos. Cierta vez, quizás en nuestro último encuentro, deslizó la idea que su delantera literaria preferida estaría formada por Kafka, Beckett, Céline y Proust. Invariablemente, todo lo reducía a literatura.
Consideraba a Proust como al Messi de la literatura. Todo el siglo XX y lo que va del XXI le deben forma y técnica, los autores contemporáneos no sólo le deben el juego de reminiscencias autorreferencial, le deben la consideración artística dentro del propio texto, el desplazamiento erótico, la afectación sensual y la digresión intelectual. Con Kuky compartían el juego de leer al azar párrafos de À la recherche du temps perdu, y fue, sin dudas, junto a las Elegías de Duino, las lecturas que coronaron ese singular afecto. Hay una disquisición de Proust en el libro sexto, La fugitiva, que Jorge y Kuky podrían firmar, y me animo a decir que también Giannuzzi los acompañaría alegremente en la intensidad de esa reflexión: “(…) ciertas novelas son como grandes lutos momentáneos, derogan los hábitos, vuelven a ponernos en contacto con la realidad de la vida, pero sólo por unas horas, como una pesadilla, la alegría que aportan por la impotencia del cerebro para luchar contra ellas y recrear lo verdadero, se imponen infinitamente sobre la sugestión casi hipnótica de un bello libro, que, como toda sugestión, tiene efectos muy breves.”
Como Giannuzzi, muerto en Salta en 2004, me consta que al lado de su lecho definitivo lo acompañó a Jorge la biografía de Franz Kafka, de Reiner Stach. Joaquín tenía el mismo libro, y vaya uno a saber si no era ese mismo ejemplar que estaba abierto al lado de los restos de Joaquín cuando lo recogimos de su luctuosa morada. A Joaquín también lo acompañaba, El Libro Tibetano de los Muertos. Jorge tuvo a su lado hasta último momento una pila de libros entre los que se destacaban las obras completas de Borges en la edición de lujo de La Pléiade, y el inestimable Borges, de Bioy Casares, libro sobre el que volvía insistentemente en los largos días de su enfermedad, más que para cultivar una inquietud, para sentir la compañía de las palabras más queridas. “Quién tiene miedo a morir es que aún no ha vivido”, anotó Kafka en sus cuadernos; en una de las últimas visitas Jorge deslizó discretamente una infidencia referida al mal que lo aquejaba: “lo más humillante de esta degradación es su pasmosa lentitud y que no presente su desenlace en un solo golpe definitivo”. Es decir, no sentía miedo frente al inevitable final. Quiere uno creer que esa sabiduría proviene de su firme educación sentimental.
En Céline leyó el pesimismo. Quizás atrajo su atención y suscitó su admiración el lenguaje coloquial y descarnado que reproduce. Gustaba de Céline pero se desentendía de Bukowsky, Bourroughs y de otros epítomes del realismo crudo. No me animaría a decir que su lectura fuera política, Céline era antisemita y reaccionario, y Jorge se situaba en las antípodas de esa clase de pensamiento; creo más bien que su atención se dirigía a la prosa despiadada, a esa falta de “consideración humana” que se observa en Louis-Ferdinand Céline, al arte salvaje que se desprende de sus palabras, y quizás correspondía a esa exigencia que poseía Jorge por un arte “puro”, no en el sentido de pureza cristiana, sino en el sentido de una realización impía. Admiraba las realizaciones despojadas de valores morales e hipócritas, tal como valoró Trotsky “Viaje al fin de la noche”. Hay en esa prosa descarnada un atisbo necesario de anticapitalismo, no son sólo ideas brutales, son ideas reales que en el fondo de su escepticismo anhelan otro mundo posible. Sería demasiado bello que cambiara el mundo pero no está tan mal detenerse a contemplar y analizar los abismos que preceden la caída de las civilizaciones. “La belleza y la muerte van juntas”, me decía Jorge, y citaba una hermosa fábula de La Fontaine para continuar hablando de lo sublime en Kant y de lo bello en Rilke y del carácter intimidante que posee toda hermosura.
De Beckett, creo, amaba su inteligencia. Afirmaba que el impresionismo había alimentado la percepción de los hombres y en el caso específico de Proust, le había permitido a este una afirmación no-lógica de los fenómenos en el orden y exactitud de su percepción, antes de ser deformados por la inteligencia para ser forzados dentro de una cadena de causas y efectos de una obra literaria. Esta observación fenomenológica y beckettiana sobre el método de Proust formó parte de sus análisis de autores y de textos varios. Conservo su descripción de las escenas de Final de partida, podía explayarse destacando aspectos inquietantes de la escenografía diseñada por Beckett y en un análisis minucioso de los diálogos entre los protagonistas. En algún momento le referí que tuve la suerte de presenciar Esperando a Godot, con puesta y dirección de Eugenio Barba, que se realizó a lo ancho del Barrio Güemes en Córdoba, con participación de los vecinos de la barriada en música y algunas actuaciones. Recuerdo que de esa inoportuna interrupción mía comenzó inmediatamente a hablar del teatro antropológico de Barba, le dije que pude conocerlo personalmente gracias a que en algún momento de mi vida hice un curso de arte dramático con José Luis Valenzuela, y este nos llevó a una clase magistral con el director italiano, inmediatamente hizo referencia a su amistad y a los años en que se frecuentaban con el mítico creador salteño.
Observaba en Beckett una autoreferencialidad patética, siempre más en sus versos que en la historia animada de sus muñecos teatrales. Observaba una escritura que no lleva a ningún puerto pero que su lectura obliga a asumir el vacío y el sinsentido de la existencia. Ese balbuceo de los personajes beckettianos es el balbuceo del mundo frente al desmesurado enigma del universo, palabras más, palabras menos, es lo que entendí de su larga digresión filosófico-literaria sobre el genio irlandés.
No me corresponde dar cuenta de su lúcido paso por las cátedras de las universidades argentinas y extranjeras, para eso están sus distinguidos alumnos, ya licenciados o doctores que contaron con su prodigioso magisterio. Su especialidad fue la Escuela de Frankfurt como era esperable dada la formación y las elecciones de un pensador de su edad. Sus charlas siempre se dirigían al análisis de sus objetos filosóficos, la teoría crítica y la música. Hay que decirlo, Jorge era un exquisito melómano y un estudioso de la música dodecafónica y conocedor de la vida de los extravagantes compositores de música atonal.
De sus inagotables lecturas seguramente la de Teodoro Adorno sea la más intensa y minuciosa que haya tenido como pensador. Como quién dice, era su fan y compartía con el filósofo alemán una visión desde la cumbre de la teoría, toda la cultura y la historia del occidente capitalista. El análisis cultural marxista lo estimulaban más que la teoría económica marxista. La abstracción en que se sumerge la lengua alemana no fue una dificultad para avanzar en sus estudios, mucho menos el francés, de la que era un gozoso lector de las ediciones de Gallimard. Las exigencias propias del pensamiento de Adorno eran en Jorge el alimento corriente de sus inquietantes meditaciones sobre el desastre de la cultura contemporánea.
De sus lecturas de Adorno proviene su observación de la obra de arte como medio de placer, no tanto como una simple reducción hedonista, sino como un goce dirigido a la producción, es decir, el goce estético es productivo si encontramos en el objeto de estudio matrices de ideas. Su trabajo intelectual posee una sola exigencia: una obra auténtica nos enseña a ver y a pensar, es aquella que nos revela un sentido oculto de la vida.
Alguna vez le confesé que lo único que había leído de Hegel era su poética, a lo que corrigió: “Hegel no escribió específicamente una Poética, lo que se toma y se edita como Poética en Hegel es un resumen de sus clases que se publican con ese nombre”, a lo que le siguió una larga digresión sobre Hegel y las curiosas ediciones para su difusión. Me alentó a estudiar a Heidegger, le había confesado que mi única lectura de Heidegger era De camino al habla, que me parecía fascinante. “Podés tomar clase en cualquier universidad sobre Heidegger, lo que te enseñen en cualquier lado te va a servir para continuar tus lecturas en privado”, pero mi tiempo para someterme a las instituciones educativas ya había pasado muchos años antes de conocernos. Sin embargo ese estímulo fue para mí una palmada en la espalda, el mimo necesario para sostener cualquier desafío que uno se proponga, un “no desfallezcas que la vida está para eso”.
Jorge podía citar largos pasajes de Baudelaire y Rilke, sus Elegías le parecían el punto más alto de belleza alcanzado con la palabra, “pues lo bello no es nada más que el comienzo de lo terrible”, citaba o recreaba de memoria o traducía espontáneamente, ya nunca lo sabré. Fueron muchas horas en las que gasté más de un cuaderno con anotaciones sobre Verlaine, Baudelaire, Rimbaud o La Fontaine, y entremedio mechaba su delicada conversación con opiniones sobre su amiga Kuky y las lecturas compartidas.
Nunca terminó el prólogo que le había pedido. En mi última visita me pidió que descorchara un vino blanco, dulce, justo él que nunca bebía, bebió con ganas y gustoso placer, eran los días dichosos de las celebraciones de fin de año; me pidió que le sirviera otra copa, y así lo hice. Estábamos con Daniel Sagárnaga, a quién escuchó atentamente la lectura de párrafos de su novela inconclusa y tuvo la deferencia de dedicarle algunas observaciones y alentarlo a que continuara escribiendo.
Durante esa última visita leímos a Borges en francés, sostenía que el francés le sentaba demasiado bien a Borges. Seguramente conocía los juicios de Borges sobre esa lengua que no pocos dolores de cabeza trajo a nuestros autores, “las cosas tienden a sonar triviales cuando son dichas en francés” aseveró Borges alguna vez, y ese juicio fue lo suficientemente escandaloso como para que fuera tildado de francófobo. Ajeno a esas trivialidades, Jorge leyó Fundación mítica de Buenos Aires, en francés, para mí y para Daniel, sólo él sabía que era una despedida.
¿Et est-ce par ce fleuve de rêves et de boue que les proues sont venues fonder ma patrie?
Sólo ahora soy consciente que en esa amorosa lectura nos estaba diciendo que su patria eran los libros que lo acompañaban hasta el final.
Colaboración: Alejandro Morandini
Fotografía: Kuky Leonardi y Jorge Lovisolo, de Martín Herrán.