POSTALES

 

Es la misma y no es igual.

Sus calles ahora se visten de domingo con ciclistas y jóvenes en monopatín eléctrico disfrutando del viento en lo que queda visible del rostro, entre barbijos, lentes y cascos.

Es invierno así que cada ser humano sale a la calle con los más diversos disfraces. Está la mujer sentada en el asiento corcoveante del subte que apenas sostiene la cabeza. Parece que le pesa ese prendedor que trata de ser un respiradero en la máscara, más la cadenita de los lentes, más la botellita de alcohol, más sus años

– todo colgando – del pobre barbijo.

La ciudad no es la misma.

La incertidumbre ha invadido cada rincón. Filas en cada negocio, empleados sin jerarquías que alzan su voz dando órdenes destempladas a todo aquel que ose ingresar sin el conveniente spray que bañe sus manos y su memoria, que se empeña en olvidar la pandemia.

Las restricciones parecen quedarse en el relato, en las historias de una vida que cambia continuamente, porque los humanos, tan gregarios ellos, igual se amontonan en los sitios inevitables: los semáforos, los aeropuertos, las ferias multiplicadas, los mercados, las calles donde ven negocios con ofertas.

La mutación alcanza a los antiguos kioscos de diarios y revistas.

Quienes amamos las antiguas formas de lectura comprobamos que las pilas de diarios adelgazaron ostensiblemente y solo están por las mañanas.

Los kioscos hasta hace tan poco, orgullosos de ser parte de estas calles llenas de lectores, se han resignado a ser mercachifles de revistas, juguetes de plásticos chinos, naipes y hasta máscaras. Pero como es domingo, en la librería emblemática de Avenida Santa Fe, otrora un teatro, hay fila de una cuadra de gente para entrar. Insólito y esperanzador.

La pauperización se hace evidente en la cantidad de negocios cerrados, con carteles de venta o alquiler, en las mesas vacías de restaurantes con mozos retocando la vajilla y relojeando a ver si entra algún cliente.

Los teatros de calle Corrientes recién comienzan lánguidamente a desperezarse después de un largo tiempo que amenazó con terminar con el espectáculo.

La ciudad es la misma y no es igual.

Solo por un instante, Buenos Aires parece ser la de antes.

La noche de sábado, cuando la Selección Argentina de fútbol marca el triunfo en la Copa Sudamericana y desata la alegría de millones.

Ahí comienza a desfilar la gente. Van caminando desde todas las direcciones, acercándose al obelisco portando banderas, cantando, bailando y tomándose fotos que eternicen el instante de felicidad. Caminan, caminan desde todos lados, con niños, con cochecitos, con cervezas en la manos. Los que pueden van en auto, pero todos quieren estar lo más cerca posible del Obelisco, iluminado en celeste y blanco desde el día anterior, el día de la independencia.

Explota la fiesta, como en cada ciudad de Argentina y enfervorizados celebrarán hasta muy tarde. Los jóvenes viven por primera vez la gesta deportiva que los conecta con el sentimiento patrio y la euforia invade cada centímetro.

Ha sido una noche de exorcismos, un tiempo en que la alegría volvió a ser contagiosa y comunitaria, uniendo a todos en una extraña emoción, aún a los ateos del fútbol contagiados por un rato de alegría y comprensión.

 

Cerca de las cinco de la mañana recién la ciudad quedará en silencio.

Unas horas después, ya casi al mediodía, las calles siguen dormidas.

En el teatro céntrico que anuncia la vuelta de Nico Vazquez y Gimena Accardi, (los actores que salvaron su vida en el derrumbe en Miami), duermen dos hombres sin techo que cada noche arman su colchoncito y sus mantas, cuidadosamente plegadas en el sitio durante el día.

Uno de ellos descansa con las muletas al lado porque le falta una pierna.

Acurrucado, bien tapado, duerme profundamente envuelto en una bandera argentina, descansando de la vida en este breve recreo a tanto dolor de la pandemia.

 

( Patricia Patocco, 17 de julio de 2021)