Saqué sus regalos dispersos en estantes de la biblioteca para reunirlos y verlos una vez más.
Como un prisma originalísimo, cada uno murmuró, me acercó diferentes susurros de su personalidad de niño grande, que jamás dejaba de jugar, que tenía el chiste a flor de labios para lograr una sonrisa.
Quizás para eso estaban allí, para hablarme de él, que ya no está.
Sus tarjetas de fin de año y sus cartas de puño y letra claro, porque era un caballero con costumbres preciosas y antiguas, como escribir correspondencia divertida y cariñosa, aunque viviéramos en la misma ciudad.
Un “tipo móvil”, de aquella vez en la que hablamos de sistemas de impresión y se maravilló con lo digital y luego me envío en cajita de regalo con moño y todo: una pieza tipográfica, belleza antigua de otra era de las impresiones.
Libros de amigos para que difundiera, casetes de algún radio teatro de la época de oro en los que él siempre participaba, fotos de la película La Guerra Gaucha, filmada en Salta, en la que fue actor; la historia del Radio Teatro salteño que escribiera hace algunos años y que tanto usaron los estudiantes a quienes invariablemente se las regalaba.
Sus regalos eran exóticos, mostraban la justa dimensión de su entramada personalidad lúdica. No era raro llegar y encontrarse con un paquete de Lalo sobre el escritorio. No era raro asombrarse y sonreír con sus contenidos.
Así que allí asoma también el menú del barco en el que viajó de adolescente con su familia a España e Italia. A bordo del “Giulio Cesare” había transcurrido meses que atesoraba en su corazón porque no había podido volver jamás a la tierra de sus ancestros, pero había grabado en la memoria el periplo con todos sus condimentos: las orquestas y el cine a bordo, las competencias de canastas o bridge, el baile con la orquesta típica y hasta el diploma de bautismo en el mar “In nome de Nettuno, Dio del Mare abrá il nome de Céfalo”
Encontré su sombrero de mago en palo santo, sí, porque la magia fue su religión.
Lalo Subirana Farré, el Mago Piuman ha desaparecido. Falleció en Salta, en este febrero lluvioso y varios medios internacionales han contado la pena por la partida de un mago.
Con su sonrisa constante y sus ocurrencias hacía de cada encuentro un hecho inolvidable y de cada conversación un compendio de risas y recuerdos de una ciudad que, casi a los ochenta años, ya estaba solo estaba en sus recuerdos.
Un artista, que hizo un arte también de la conversación y la amistad.
Fascinaba y se dejaba fascinar por el otro y se entregaba verdaderamente a lo que le sucedía a los demás.
Lo conocí en mis inicios en el periodismo, cuando el medio en el que trabajaba me envió a su casa a entrevistarlo y allí, novata con pocos años y menos calle, pude entrever su calidad humana única.
Era la época en la que organizaba alternativamente cada año los espectáculos la Magia de la Zarzuela y Galas de la Magia o Fantasías Mágicas, en la que convocaba a cientos de artistas a trabajar y lucirse en el escenario del Teatro San Alfonso o Cine Teatro Alberdi, devorado hoy por las tiendas de la peatonal. Siempre actuaciones a beneficio, en las que brillaban magos como Cheru Nai (José Vides Bautista), Samy (Samuel Aides), Odin (Horacio Campastro) e invitados del resto del país.
Ese día pensé que iba a encontrarme con un mago, pero no.
Hallé un templo dedicado a la magia.
Un caserón inmenso en el macrocentro salteño en el que vivía con su madre, su hermana (“somos solterones” repetía) y multitud de animales: pájaros brillantes y plumosos en una inmensa jaula, palomas, gallinas, conejos y hasta me enseñó la foto de un puma, que en su juventud había criado. Muchos de esos animales eran utilizados en sus trucos de magia, así que prefería criarlos y cuidarlos él mismo.
Decía entre risas que no podía vivir sin sus “nenas, como las de Sandro” y de verdad era así.
Tres, cuatro, cinco perritas a las que cuidaba con devoción, al punto de no asistir a cenas o reuniones – ni de fin de año- para no dejarlas solas mucho tiempo. Cada fin de año cenaba temprano con amigos dilectos y volvía a su casa para tranquilizarlas. A las 12, se encerraba con ellas en un cuarto a escuchar música clásica y aislarlas del angustiante sonido de los cohetes.
Esa tarde recorrí por primera vez en magnífica aventura, con un guía excepcional, sitios indescriptibles.
Enormes habitaciones que albergaban colecciones de las mejores revistas de magia editadas en el mundo, arcones antiguos llenos de trucos, valijas con fotografías y con videos de sus actuaciones y de las actuaciones de magos amigos. Elementos grandes para trucos, cajones, máquinas y lo que atesoraba con más orgullo: lo que había heredadado y logrado comprar del inglés David Teodoro Bamberg, conocido como Fu-Manchu: vestuarios, cortinados, trucos y más trucos. Fu Manchú, quien vivió varios años en Argentina, descendiente de siete generaciones de magos, legó su sabiduría y gran parte de su utilería al salteño, discípulo y amigo, al mago Piuman.
Pero aquella tarde de sorpresas no terminaba allí. Como en un espectáculo, había organizado hasta el mínimo detalle.
Pasamos a un comedor donde había preparado una mesa de te con manjares, gesto asombroso para una periodista novata acostumbrada solo quizás a la gentileza de un vaso de agua mientras hacía una nota. Luego supe que así esperaba siempre a los amigos, a los vecinos o a la prensa.
Eran sus modos de caballero.
Pero todavía faltaba lo mejor, conocer su teatro.
En otro cuarto del caserón se había construido un mini teatro con capacidad para diez o quince espectadores, con piso de madera, escalones, telón rojo y cuanto truco uno quisiera conocer, que se agolpaban en estantes de madera hasta el techo. Allí se instaló a actuar y hacerme reír con su prodigiosa magia un buen rato.
Una actuación increíble, para una sola espectadora. Es que amaba el teatro y sabía tanto de ellos: de medidas adecuadas, de iluminación, de sonidos.
Fue uno de los artífices del Teatro de la Fundación Salta, cuya construcción supervisó activamente, como luego hizo lo mismo con el Teatro del Huerto en Salta.
Cuando nos dimos cuenta era ya de noche y ante mi apuro preguntó las razones de mi urgencia.
Se ofreció a llevarme en auto y no hubo negativa que aceptara. Sacó un Renault 12 del garaje y con toda gentileza me acercó al jardín maternal donde esperaba mi hija pequeña, pero además cuando salí a la calle con la niña en brazos, estaba todavía esperando para llevarme hasta el alejado barrio en el que vivía.
Eran sus modos de caballero, gestos inolvidables.
Un caballero vestido de smoking dorado, con moño blanco que en realidad ocultaba a un niño que se divertía haciendo reír y provocando el asombro del público.
El circo fue el responsable, fue su primer escenario.
A los ocho años descubrió su pasión: había comenzado a aprender trucos de magia y luego, deslumbrado por el circo Cremone que llegó a Salta, se inició como ayudante de don Américo Cremone que instalaba su circo en terrenos de su padre. “Como era mago, participaba en su show como ayudante. En esa época, todos los circos tenían magos y yo vivía metido en ese mundo».
Nunca más abandonó esa pasión, vivió para esa pasión, le dedicó su energía, su fe.
Aprendió, ensayó con paciencia zen, creó asociaciones, enseñó a jóvenes magos que se reunían semanalmente en su casa, propagó el fuego de la magia y el ilusionismo mucho antes que Harry Potter la reviviera en salto generacional.
Eduardo “Lalo” Subirana, ha fallecido en Salta, en este febrero lluvioso.
El caballero del smoking dorado, el niño que fue y vino por todas las pasiones, el que invirtió todo su tiempo en los secretos de la magia, desapareció al mediodía.
Pero la noche de ese día, se registró una tormenta eléctrica descomunal.
Solo cayeron algunas gotas, pero los relámpagos estallaron el cielo con fuerza inusitada.
Fue el gran escenario, la ambientación final para la deshora de un ilusionista.
Un hacedor de fantasías, un hombre bueno que envejeció sabiéndose niño, embelesándonos con sus juegos para que sigamos creyendo en el resplandor incandescente del asombro y de la risa.
( Patricia Patocco, 22 de febrero de 2020
Fotografía: isidoro Zang)