RISAS Y ROSAS

 

Rosa era alta, delgada y pese a sus años se desplazaba como una modelo. La espalda erguida, hombros hacia atrás, cintura bamboleante.

Nosotras sabíamos cómo caminaba una modelo, habíamos visto un desfile verdadero un sábado a la mañana en calle Alberdi, que no era aún peatonal, organizado por una gran tienda de Salta, con modelos de Buenos Aires que iban y venían por una larga tarima alfombrada.

Así que conocíamos bien lo que era la elegancia. Eso, que ninguna de nosotras – chiquillas de doce años- tenía. Y que era para ella su segunda piel, que se le notaba pese al delantal blanco.

Su cara tenía un brillo llamativo siempre. Pero lo raro era su forma de reír.

Fruncía la boca pintada y hacía fuerzas para evitar la sonrisa. Parecía antipática, pero no, ella decidía no reír.

Un día de charlas distendidas en el grado bullicioso, luego de tentarse, secarse unas lágrimas de risa y recuperar la compostura nos dijo a los que estábamos cerca “no me río porque me arrugo, hay que evitarlo, solo sonrisas”.

Algunos nos reímos más, mucho más.

Grosera, escandalosamente nos reímos.

¿Cómo entiende la niñez eso de no reír para evitar las arrugas? ¿Qué significa la palabra “arruga” en el presente infinito de la infancia? ¿No son acaso esos surcos que vienen incorporados en el rostro de los abuelos?

Mi abuela también se llamaba Rosa y andaba brillosa a veces. Mientras hacía las tareas de la casa se untaba generosamente el rostro y se me ocurre que ambas, la maestra y ella, usaban la misma crema.

Una vez, en fecha imprecisa, sentadas, conversando mientras yo comía una manzana – a mordiscones, sin pelar ni cortar – me dijo:

– ¿Me convidás un pedacito?

– ¡Claro, pero te pregunté si querías!- dije buscando plato y cuchillo.

– No, no, mordé un pedacito con ese ruido hermoso que hacen tus dientes chocando contra la manzana y dámelo, ¿si?

– ¿Cómo?, no, esperá que corto bien…

– ¡Te digo que no, no! solo deseo escuchar el ruidito del trozo de manzana desprendido así, eso quiero, eso convidame. ¡No sabés que bendición tener los dientes y poder comer de ese modo!

Me pareció tan extraño su comentario que reímos juntas largo, largo rato.

Ahora que me voy convirtiendo en una señora mayor, no me reiría así, tan boca suelta, de lo que entonces, me parecían manías. Al fin y al cabo cada uno entabla como puede sus guerras y treguas con el paso del tiempo.

En la actualidad en que hablamos tanto de nuestros cuerpos, del deseo, de lo ético y lo estético de algunas decisiones, pienso en ellas.

Esas mujeres de antes también tuvieron sus dilemas, pero no los decían a viva voz. Los piloteaban como podían con las herramientas de su época. Se fajaban, se encorsetaban, se ataban piolas para achicar cintura, noches insomnes de ruleros atados pinchando la cabeza, tardes de gimnasia “modeladora”, no reír, no gesticular, dormir boca arriba para no arrugarse.

Cuerpos moldeados para cada tiempo con sacrificio y retazos de no vida para ser, agradar, para encajar en los estándares de belleza.

Hoy, las Olimpíadas, la máxima justa deportiva, traen – entre mucha tela para cortar- la noticia de las deportistas rebeladas a los cánones de nuestra época: usando ropa más cómoda, participando con la indumentaria que les conviene a sus cuerpos para la competencia y si las multan, sale alguna otra mujer más poderosa a pagar esas rebeliones. Se niegan a las presiones sexistas y racistas, o sea a la discriminación, como Simone Biles, la gimnasta cuando dijo “Debo hacer lo que es bueno para mí, concentrarme en mi salud mental y no comprometer mi salud y mi bienestar”.

¡Caramba! Todo en la vida es solo un instante, pero en la humanidad hay evoluciones que son imparables.

Risas y rosas para las deportistas (y para las Rosas de mi memoria).

 

(Patricia Patocco, 31 de julio de 2021)