Sylvia Plath
EL AMOR Y LA LOCURA

 

En octubre de 1932 nació en Boston, Massachusetts, Sylvia Plath, poeta, novelista y cuentista estadounidense, quien se convertiría en un ícono de la poesía confesional y feminista.

De niña, mostró una inteligencia cercana a la genialidad pero también fue diagnosticada con bipolaridad

Dos meses después de cumplir los 30 años, el 11 de febrero de 1963, la autora de La campana de cristal dejó a sus dos pequeños hijos -de tres y un año- dormidos, abrió el gas, metió la cabeza en el horno y se suicidó. Un punto final que no sólo no cerró su historia, sino que abrió una brecha que nadie ha sido capaz de llenar. El culto a esta poeta norteamericana, apasionada y frágil, contradictoria y conmovedoramente brillante, no ha decrecido en 30 años y el enigma de su fin ha provocado cerca de una docena de biografías, truncas como su vida, descorazonadas como su obra.

Su ex marido, Ted Hughes, otro gran poeta, confesó haber destruido uno de los dos cuadernos que abarcan los últimos meses de la vida de Sylvia Plath. «No quería que sus hijos tuvieran que leerlo (por aquel entonces yo consideraba el olvido como parte de la supervivencia). El otro desapareció», admitió

Su obra puede considerarse autobiográfica y una forma de expresar su angustia mental, debida quizá a su problemático matrimonio y la desafortunada relación que tuvo con sus padres. Entre sus escritos más famosos se encuentran su primer poemario, El coloso, y Ariel. Un mes antes de su muerte salió a la luz la que sería su única novela y su obra más icónica, La campana de cristal. En 1982, se convirtió en la primera poeta en recibir el premio Pulitzer de manera póstuma.

A su muerte, recibió todo el reconocimiento que no tuvo en vida.

Lesbos

 

¡Crueldad en la cocina!
Las patatas protestan silbando.
Todo es muy vulgar e indecente, este lugar sin ventanas,
La luz fluorescente, encendiéndose y apagándose en una mueca de dolor,

 

Como una terrible jaqueca,
Estas modestas tiras de papel a modo de puertas-
Telones de teatro, rizos de viuda.
Y yo, cariño, soy una embustera patológica,
Y mi hija –mírala, tumbada bocabajo en el suelo,
Una marionetilla sin hilos, pataleando desesperada por desaparecer,

 

Porque es una esquizofrénica,
Da miedo verla así, con la cara roja y blanca.
Y todo porque arrojaste sus gatitos por la ventana
A una especie de pozo de cemento
Donde cagan, vomitan y gimotean, y ella no los puede oír.
Dices que no la soportas,
Claro, la cabrona es una niña.
Tu, a quien se le han fundido las lámparas, como a una radio barata,

 

Limpia ya de voces y de historia, del ruido
Electroestático de lo novedoso.
Dices que debería ahogar a los gatitos, porque ¡apestan!
Dices que debería ahogar a la niña,
Pues, si a los dos años ya está así de loca, a los diez se cortará el cuello.

 

El bebé, en cambio, ese caracol rechoncho, sonríe
Desde los pulidos rombos de linóleo anaranjado.
Te lo comerías. Claro: él es un niño.
Dices que tu marido no es bueno contigo.
Su mamá judía le guarda su dulce sexo como si fuera una perla.
Tú tienes un solo hijo, yo dos. Debería sentarme en una roca
Allá en Cornwall y dedicarme a peinarme el cabello.
Debería llevar pantalones de piel de tigre y liarme con alguien.
Los dos, sí, deberíamos reencontrarnos en otra vida,
Reencontrarnos en el aire.
Tú y yo.

 

Entretanto, la cocina hiede a grasa y a cagada de bebé.
Me siento atontada y lenta por culpa del somnífero de ayer.
La humareda de la cocina, la humareda del infierno
Flota sobre nuestras cabezas, dos oponentes ponzoñosas,
Nuestros huesos, nuestros cabellos.
Yo te llamo Huérfana, huérfana. Estás enferma.
El sol te produce úlceras, el viento, tuberculosis.
Una vez fuiste hermosa.
En New York, en Hollywood, los hombres decían: “¿Llegaste?
Guau, nena, pues sí que eres especial.”
Pero tú fingías, fingías, fingías por puro placer.
El marido impotente se escabulle penosamente fuera, en busca de un café.

 

Yo intento retenerlo,
Esa vieja vara que aguanta los rayos,
Los baños de ácido, los cúmulos que surgen de ti.
Al fin se larga bajando la colina empedrada de plástico,
Tranvía apaleado,
Desparramando chispas azules
Que se fragmentan como el cuarzo en millones de astillas.

 

Oh, joya. Oh, objeto valioso.
Esa noche, la luna
Arrastraba su bolsa de sangre, como un enfermo
Animal,
Por encima de las luces del puerto.
Y de pronto volvió a ser ella,
Dura, distante, blanca.
Su brillo de hojuela, reflejado en la arena, me daba un miedo de muerte.

 

Nos entretuvimos cogiendo puñados de ella, amándola,
Amasándola como si fuese pasta, el cuerpo de un mulato,
Gravilla sedosa.
Un perro husmeó y se quedó mirando a tu perruno marido.
Y así continuaron por un buen rato.

 

Ahora estoy aquí callada, inmersa
Hasta el cuello en mi odio.
Un odio denso, denso.
No hablo.
Estoy empaquetando las patatas duras como si fueran ropa buena,
Empaquetando a los niños,
Empaquetando los gatos enfermos.
Oh, jarra de ácido, pero si es de amor
De lo que estás llena. Tú bien sabes a quién odias.
Ahora él está abrazado a su bola de prisionero ahí abajo,
Junto a la puerta de la verja que da al mar,
Justo donde éste se adentra, blanco y negro,
Y luego refluye.
Cada día lo rellenas de sustancia anímica, como si fuese un cántaro.
Estás tan cansada.

 

Tu voz es mi pendiente,
Un murciélago deseoso de sangre, aleteando y chupando.
Eso es. Eso es.
Asomas la cabeza por la puerta,
Triste, endemoniada bruja. “Todas las mujeres son unas putas.
No logro comunicarme con nadie.”

 

Veo cómo tu precioso decorado
Se cierra sobre ti como el puño de un bebé
O una anémona, esa querida
Del mar, esa cleptómana.
Yo aún estoy muy verde.
Te digo que tal vez vuelva.
Ya sabes para qué sirven las mentiras.

 

Pues tú y yo jamás nos reencontraremos, ni siquiera en tu cielo zen.

 

 

 

 

RIVAL

Si la luna sonriese, se te parecería.
Dejas la misma impresión
de algo muy hermoso, pero aniquilador.
Ambos son muy hábiles para tomar luz prestada.
su boca en O se lamenta por el mundo; la tuya es inconmovible,

Y tu primer don es volverlo todo piedra.
Despierto en un mausoleo; estás aquí,
martillando con los dedos en la mesa de mármol, buscando cigarrillos,
malévolo como una mujer, pero no tan nervioso,
y muriéndote por decir algo incontestable.

La luna también rebaja a sus súbditos,
pero durante el día es ridícula.
Tus insatisfacciones, por el otro lado,
llegan por el buzón con amorosa regularidad,
blancas y vacuas, expansivas como monóxido de carbono.

No hay día que esté a salvo de noticias tuyas,
atravesando África, quizá, pero pensando en mí.

 

PALABRAS

Hachas
Tras cuyo golpe la madera resuena,
¡Y los ecos!
Ecos que se alejan
Desde el centro como caballos.

La savia
Se hincha como lágrimas, como el
Agua esforzándose
Por re-establecer su espejo
Sobre la roca

Que cae y gira,
Una calavera blanca,
Carcomida por hierbajos.
Años más tarde
Las encuentro en el camino —

Palabras secas y sin jinete.
El incansable ruido de cascos.
Mientras
Desde el fondo del pozo, astros fijos
Gobiernan una vida.

 

CARTA DE NOVIEMBRE

Amor, el mundo
cambia súbito, cambia de color. La luz
de la farola escinde las vainas del laburno—
esas colas de rata— a las nueve de la mañana.
Esto es el Ártico,

Este pequeño círculo
negro, con sus sedosas hierbas ambarinas: el cabello de un niño.
Flota un verdor en el aire,
suave, delicioso,
que amorosamente me cobija.

Cálida y sonrojada, me siento
como un enorme prodigio,
tan estúpidamente feliz,
chapoteando y chapoteando
con mis botas de agua por el hermoso rojo.

Esta es mi heredad.
Dos veces al día
la recorro, olisqueando
el bárbaro acebo, con sus festones
limas, hierro puro,

Y el muro de los viejos cadáveres.
Me encantan.
me encantan como me encanta la Historia.
Las manzanas son doradas,
Imagínatelo:

Mis setenta árboles
sosteniendo sus bolas color oro rojizo
En medio de una sustanciosa sopa gris,
con su millón
de hojas doradas, metálicas e inertes.

Oh amor, oh, célibe.
Nadie, sino yo
pasea por este humedal, mojada hasta la cintura.
Los irremplazables
oros sangran y medran, bocas de las Termópilas.

TULIPANES

Los tulipanes son demasiado susceptibles, y aquí estamos en invierno.
Mira qué blanco está todo, qué nevado, qué apacible.
Estoy aprendiendo a estar en paz, yaciendo sola, tranquila
Como la luz sobre estas paredes blancas, esta cama, estas manos.
No soy nadie; no tengo nada que ver con ningún tipo de explosión.
He entregado mi nombre y mi ropa de diario a las enfermeras,
Mi historia al anestesista, y mi cuerpo a los cirujanos.

Y aquí estoy, con la cabeza suspendida entre la almohada y el embozo,
Como un ojo entre dos párpados blancos que no quieren cerrarse.
Estúpida pupila, siempre tiene que captarlo todo.
Las enfermeras pasan una y otra vez, sin molestar,
Igual que pasan las gaviotas volando tierra adentro, con sus cofias blancas,
Las manos ocupadas, la una idéntica a la otra,
Por lo que resulta imposible decir cuántas hay.

Mi cuerpo es un guijarro para ellas, que lo cuidan como el agua
cuida los cantos sobre los que ha de fluir, puliéndolos suavemente.
Ellas me traen el sopor con sus brillantes agujas, me traen el sueño.
Ahora que me he perdido a mí misma, estoy harta de equipajes:
Mi neceser de charol, como un pastillero negro;
mi marido y mi hija sonriéndome desde la foto de familia.
Sus sonrisas se aferran a mi piel como pequeños anzuelos sonrientes.

He dejado fluir las cosas, yo, carguero de treinta años,
obstinadamente amarrada a mi nombre y mi dirección.
Aquí me han restregado bien, hasta dejarme limpia de asociaciones afectivas.
Asustada y desnuda en la camilla de plástico verde, almohadillada,
Veía cómo mi juego de té, mis aparadores, mis libros
se hundían hasta perderse de vista, mientras el agua me iba llegando al cuello.
Ahora soy una monja, nunca he sido tan pura.

No quería flores, tan sólo yacer
con las palmas de las manos vueltas hacia arriba, completamente vacía.
Ah, y no sabes hasta qué punto resulta liberador:
sientes una paz tan grande que te aturde, y sin exigir nada
a cambio, salvo una etiqueta con tu nombre, unas cuantas naderías.
Eso es lo que consiguen los muertos, al final; me los imagino
cerrando su boca sobre ella, como si fuera una hostia consagrada.

Los tulipanes, para empezar, son demasiado rojos, me lastiman.
Incluso a través del papel de regalo podía oírlos respirar
ligeramente, a través de sus pañales blancos, como un bebé malísimo.
Su rojo intenso le habla a mi herida, se corresponde con ella.
Son de lo más sutiles: parecen flotar, aunque a mí su peso me hunde,
perturbándome con sus súbitas lenguas y su color,
una docena de rojas plomadas alrededor de mi cuello.

Nadie me observaba antes, ahora me siento observada.
Los tulipanes se vuelven hacia mí y la ventana que tengo detrás,
en la que la luz, una vez al día, lentamente se va abriendo y cerrando;
y hasta yo me veo a mí misma plana, ridícula, una sombra de papel recortado
Entre el ojo del sol y los ojos de los tulipanes,
aunque ya no tengo cara, pues quise borrarme del todo.
Los vividos tulipanes devoran mi oxígeno.

Antes de su llegada, el aire era bastante calmo,
iba y venía, bocanada a bocanada, sin la menor agitación.
Pero luego los tulipanes lo saturaron de su estruendo,
y ahora el aire se traba y se arremolina alrededor de ellos,
Igual que lo hace un río alrededor de una máquina hundida, rojo óxido.
Los tulipanes captan toda mi atención, que antes se regocijaba
Jugando y descansando, sin obligarse a nada.

También las paredes parecen avivarse. Habría que encerrar
a los tulipanes tras unos barrotes, como animales peligrosos;
ya están empezando a abrirse, como la boca de un gran felino africano.
Y lo mismo hace mi corazón: noto cómo abre y cierra,
de puro amor por mí, su cuenco de rojas floraciones.
El agua que bebo está caliente y salada, como el mar,
y proviene de un país lejano como la salud.

EL AHORCADO

Por la raíz del pelo algún dios me atrapó.
Sus vatios azules me hicieron chisporrotear como a un profeta
del desierto.

Las noches desaparecieron, cerrándose de golpe, como los
párpados de un lagarto,
Un mundo de días blancos y calvos en la cuenta sin sombras.

Un aburrimiento buitreo me dejó clavado a este árbol.
Si él fuera yo, haría lo que hice.

ÚLTIMAS PALABRAS

No quiero una caja sencilla, quiero un sarcófago
de atigradas rayas y un rostro pintado, redondo
como la luna, que mire, quiero
estar mirándolo cuando lleguen, escogiendo
entre minerales mudos, raíces. Véolos
ya: los pálidos, astralmente distantes rostros.
Ahora no son nada, no son siquiera criaturas.
Imagínolos huérfanos, como los primeros dioses,
de padre y madre, se preguntarán si tuve importancia
¡Debí haber preservado mis días, como frutos, en azúcar!
Mi espejo se empaña:
unos pocos hálitos, y no reflejará ya nada.
Las flores y los rostros blanqueantes cual sábanas.

No confío en el espíritu. Huye como vapor en mis sueños,
por la boca o los ojos. No puedo impedírselo.
Un día se irá para no volver. Así no son las cosas.
Permanecen, sus luces idóneas se calientan
en mis manos frecuentes. Ronronean casi.
Cuando se enfrían las suelas de mis pies, los ojos azules,
mi turquesa, me darán solaz. Déjame
mis cacharros de cobre, déjame los cacharros de afeites,
que florezcan en torno a mí como flores nocturnas, aromáticas.
Me envolverán en vendas, almacenarán mi corazón
bajo mis pies, bien envuelto.
Conoceréme a mí misma. Seré noche
y el relucir de tantas cosas será más dulce que el rostro de Istar.