CUERPOS Y OTROS DEMONIOS

El teatro en Carlos Paz retumbó en una sola carcajada.

Todos buscaban reír, claro. Un febrero de turistas aburridos de dar vueltas entre el dique y la peatonal que habían comprado su entrada para ver una de esas obras de mala muerte y risa fácil.

Se apagaron las luces, comenzó la obra. A los dos o tres minutos entró la acomodadora con una silla grande y la puso sobre el pasillo central al lado de la fila diez. Atrás, venía un hombre gordo caminando, todo lo apurado que le daba el paso y con visible incomodidad se sentó.

El actor- un pobre tipo de los que usan como recurso facilón meterse con el público para ridiculizar – lo hizo. Señaló la gordura del que había pagado su entrada pero no podía entrar en la fila ni en un asiento común. Se burló con horrible descortesía, sin embargo la sala estalló en risotadas.

El tipo sonrió sin ganas, se notaban sus ganas de irse, de salir corriendo…pero siguió sentado, estoico, mirando el show.

Eso fue en los 90, una época en la que desde la TV los programas cómicos se burlaban con total desparpajo de la gordura, muy especialmente de las mujeres gordas. Avalando y reflejando a la sociedad.

Treinta años después esas crueldades y los sufrimientos silenciosos siguen vigentes, soterrados, mas disimulados, pero allí están.

Hay una gordura de la cuarentena con miles de memes circulando; una gordura de la pobreza, pero también de la realeza según vemos en la revista que muestra a la hija de la reina de Holanda, como una princesa “plus size”, remarcando que necesita del apoyo de sus padres para llevar “ese cuerpo” adolescente.

Ni a ella se le perdona la obesidad. Ni hay INADI que los detenga.

Ahí la tenemos a Oriana Sabattini, trabajadora tenaz de su cuerpo. Hermosa, adinerada y a la que siguen unos cinco millones de “influenciados”, sorprendidos por su discurso – un toque ridículo- sobre la supuesta celulitis y los trastornos de alimentación que padece en pos de ser vidriera/influencer y ganar mucho dinero por ello…

A ella le contesta otra influencer obesa, mostrando su cuerpo, bailando y defendiendo su derecho a ser gorda sufriente primero y gozante luego, codeándola a la otra para correrla de escena porque la flaca no tiene derecho a la queja.

Cuánta violencia.

Patetismos de nuestra era condimentados con la adicción a las redes sociales, tiempo en el que si no nos mostramos parece que no somos.

Detrás de una y de otra, sendos ejércitos defendiendo ideas poco claras…¿Quién lleva el estandarte del dolor?, ¿ qué cuerpo merece ser mostrado y cuál no?, ¿quién sufre más?

Sabemos quien.

Del sobrepeso a la obesidad hay una lista de sufrimientos inimaginables para la gente delgada, desde los físicos hasta los mentales. Se suman los sociales que no son nuevos, pero que se han renovado, retorcido y potenciado por los nuevos discursos y la exposición constante.

Los cuerpos, nuestro envase, todos diferentes en realidad.

Pero hay un disciplinamiento estético general que afecta más marcadamente a las mujeres y que despliega toda su ferocidad contra la gordura. El imperativo no es solo la delgadez, es el cuerpo perfecto: armónico, con curvas adecuadas, sin la huella del tiempo y la vida sobre la piel.

Hay también un odio, una “gordofobia” que ha hecho sufrir a miles de personas toda su vida, que los ha convertido en dietantes, tratando de encajar en tablas, pesos, medidas y talles.

No encajar, ese el problema.

Y no aceptarse como cada uno es, trabajando en lo que se puede llegar a ser sin tanto sufrimiento, también.

¿Podríamos inventar otro canon, otra “nueva normalidad”? Ahora que la pandemia nos lleva a instancias creativas cada día, podría ser buen momento.

Algo así como una meta intermedia, una búsqueda de bienestar con el cuerpo que tenemos, cuidándolo como un templo sagrado, sin violencias, ni crueldad ni tanta bobada, ni tanta lucha dolorosa, ni tanto trabajo en pos de la perfección dando vueltas.

Quizás podríamos entrenar la tolerancia, la capacidad de observar la belleza en los otros, de disfrutar la singularidad de cada ser humano, advertir nuestras virtudes, trabajar la autoestima propia.

Re direccionar el buen humor y dejar de reírnos de alguien para reírnos con alguien, para reírnos entre todos.

 

(Patricia Patocco, Julio de 2020)