Una mañana de hace algunos años sonó el teléfono.
La voz del otro lado preguntó si era quien yo era y se presentó.
-“Soy Julia Echazú, de Radio Nacional, te quiero decir que me encanta lo que hacés”.
Me quedé helada, sin palabras, buscando en mi memoria porque de verdad no la conocía, nunca habíamos conversado pero esa voz me recordaba algo, o a alguien. Una voz aterciopelada, con colores graves de una señora que me hablaba cariñosamente, de una forma delicada y respetuosa…
Julia Echazú… enseguida me di cuenta que esa voz me remitía al tiempo en que en mi casa se escuchaba radio a la siesta. Años en los que mandaba la radio porque casi no había TV, menos celulares, ni computadoras, ni…solo la música y las voces de la radio.
Esa voz, esa voz…me recordó un tiempo que mis oídos conocieron. Los años en los que se hablaba con una corrección absoluta, con una pronunciación impecable, años en que el locutor no improvisaba sino que leía guiones, que no hacía de periodista, comentarista o comunicador. Hacía de locutor utilizando las palabras adecuadas para cada momento radial, transportándonos con la voz a los lugares más recónditos del mundo y del alma.
Jamás una grosería, nunca un traspié al aire, nunca la chabacanería ni la improvisación grotesca del que no tiene qué decir. Julia fue de esa generación, amaba su profesión y el respeto al oyente era su pan cotidiano.
Su voz era sensual, profunda y le daba a las tardecitas de la radio el toque diferente, la sugestión imprescindible para un poema, para un cuento o la noticia.
A partir de esa primera charla, tuvimos muchas otras. Ella llamaba cada tanto y me pedía algún teléfono, precisiones sobre hechos artísticos, alguna idea para aportar a la producción, disculpándose por molestarme cuando para mí, era un honor inmenso dialogar con ella, aprender algo…fiesta para los oídos.
Era ya una señora grande, no salía tanto – salvo para ir a su radio- pero el mundo la seguía inquietando y pretendía estar bien informada siempre, tan perfeccionista en su labor…
Nunca supe nada de su vida personal. Jamás nos encontramos personalmente. Todo de lo que hablábamos era de trabajo, con su amabilidad sin fin, con la humildad de quien siempre piensa que está aprendiendo algo.
Y fue ella la que enseñó, con sus modales, con su voz de terciopelo y sobre todo con su profunda humildad. Una verdadera MAESTRA de la locución salteña, que marcó una época, sin vanidades, amando su trabajo sin límites… y su voz, esa voz…se va a extrañar por siempre, en cada tardecita salteña.
Buen viaje Julita!
(Patricia Patocco)