MEMORIAS DEL CUERPO

 

 

Volví a nadar y mientras camino a la pileta observo todo.

Algo de mi parte animal se yergue guiado por el olfato. Acá hay un olor conocido. Cómo definirlo? olor a infancia.

Ingreso por pisos qué acusan venir de otros tiempos, lajas, maderas, baldosas de épocas diferentes. Mucho cemento alisado y por todos lados rajaduras como cicatrices que quieren ser un gran rompecabezas.

En ese breve jardín que atravieso luego, hay una alfombra de tipas doradas, una luz de perfumes y un domingo de sol que se repite incesante.

Nado. Nado en el agua que respira chocando contra la pared celeste y el olor a cloro, a lo lejos un silbato y de pronto, se arma el rompecabezas.

Nosotras en la pileta, ésta misma o quizás otra, mi madre en el borde cuidándonos, sin malla, con su vestidito chemisier muerta de calor en la orilla, pero vigilando que nadie se hunda. Qué haría si pasaba lo peor?, ella que no sabía nadar seguro se lanzaba al rescate.

Mi padre por allá, en la cancha de basquet o en el frontón, peloteando un rato, como le gustaba decir. Alguna merienda y volvíamos todos juntos caminando a casa en esos veranos tórridos de los setenta, refrescados por un rato en ese club que luego, se fue perdiendo de los hábitos de la mano del Rodrigazo, porque el disfrute, claro, es lo primero que se descarta en tiempos difíciles.

Pero ahí hubo un recorte de felicidad. Uno de miles, en los breves años que lo tuvimos físicamente.

Mi viejo era un tipo simple. Con esa sencillez que da la sabiduría.

Un publicista porteño que en 1967 vino a desacomodar rulos en una Salta casi aldeana con su trabajo disruptivo y sin alardes que algún día contaré en detalle.

Simple, porque tenía un bagaje intelectual macerado en años de lectura, teatro, de cine dos veces por semana y de haber estudiado en el Bellas Artes.

Simple, cuando no entendía la pacatería de una ciudad que vivía tanto para “el qué dirán”.

La elegancia le nacía de las entrañas y no necesitaba mucho más que cuatro o cinco prendas – pero de calidad- para andar por la vida. Porque esa distinción venía de su trato exquisito, de sus charlas hondas y de alto vuelo, de su manera de mirar, con sus formas respetuosas para todos y muy especialmente para los humildes. Nunca pudo entender la caridad careta que se practicaba (se practica), él optaba por un ateísmo humanista.

Eso sí, un poco antisocial – se escapaba de todas las reuniones con las excusas más insólitas- y luego lo encontrábamos en su sillón, repatingado tras los diarios, dispuesto a la charla y las risas, con esa forma amorosa, adelantada a su época que tuvo de ejercer su paternidad.

Voy de regreso.

Antes de salir paso por la zona del frontón, se escuchan los pelotazos agudos silbándole a la pared. Puedo imaginarlo allí, vital, sonriente.

Se murió muy joven, en un remate imperfecto de la vida.

Pero vuelve y vuelve el domingo de sol.

Qué bueno que el cuerpo recuerda cosas que el cerebro olvida.

 

 

(Patricia Patocco, 16 de Noviembre de 2025)