PADRES PERDIDOS

Costaba levantarse tan temprano, pero el olor a tostadas obraba el milagro.

A ella, que era noctámbula, le habrá costado mucho más, sin embargo nunca nos dejó salir a la escuela sin el desayuno y el beso de despedida y cuando hacía falta salía, en la mañana  escarchada a empujar el viejo auto Unión que no arrancaba y nos saludaba entumecida la mano en alto, hasta que nos perdíamos.

El mismo auto en el que mi papá nos seguía por la avenida, despacito, con las luces bajas, cada vez que decidíamos salir a correr, aunque estuviera destruido de tantas horas de trabajo. Una vez, lo paró la policía para ver quién era ese hombre que seguía a tres chicas, tuvo que bajar a explicar que era el padre.

Mis padres. Nos acompañaban. Real y metafóricamente.

Caminando, en colectivo o en auto. Todavía hoy me pregunto por la paciencia de mi padre,  ateo consumado, cuando los domingos a la tardecita le decía que me iba a misa y él respondía “vamos te llevo”, sin preguntas, sin cuestionamientos. Como cuando se pasó las primeras semanas de mi primer grado, sentado en el patio de la escuela Urquiza, junto al mástil, alejando mi miedo y mis dudas con su presencia serena. Allí estaba, cada vez que yo sacaba la cabeza para comprobar si seguía allí.

Cuando empezamos a andar solas en colectivo, llegando a la parada siempre se escuchaba la voz de mi madre “¿llevan el saquito?” y nos reíamos con mis hermanas, sabiendo que ella desde la puerta siempre nos miraba,  muertas de vergüenza porque nos creíamos tan grandes. Siempre estaba allí.

No tuvieron grandes recursos, casi nunca. No terminaron sus estudios, ambos salieron a trabajar muy jóvenes. Y  fueron muy diferentes entre sí: ateo/católica; porteño/salteña; hijo único/una entre cinco hermanos; boca/river; nosehacerniunté/cocinera excepcional; calma/tormenta; blanco/negro; yin/yang.  Ellos fueron los opuestos. Se amaron y se pelearon todo su  tiempo  juntos, pero en ese extraño hogar donde todo se caía a veces, se comulgaba aceptación incondicional.

Mis padres. El tiempo no los ha tocado. Pienso en ellos, en estos días de padres y madres perdidos.

Cuando parece que hemos olvidado cómo ser padres,  perdidos como a veces nos  extraviamos  los adultos en las modas, en lo que se debe hacer, en las instituciones que marcan qué hacer. Porque los adultos a veces olvidamos nuestro rol, en esta actuación que es la vida.

Quizás, si recordáramos cómo ser padres en este mundo difícil, si nos acordáramos de ser límite y ser cariño, de ser guía que acompaña pero no ahoga, quizás…no se perderían  tantos adolescentes, en el alcohol, en las drogas, en la trata, en los laberintos de cada ser humano.

Hace mucho que mis padres no están, pero dejaron  piedritas blancas en el camino.

Y nunca olvidamos llevar el saquito por si refresca. Ojalá cada chica/o perdido lleve  el suyo, para abrigarse en los días fríos de la vida.

 

(Patricia Patocco, 27 de mayo de 2017)