El hombre entra tarde, pide disculpas.
Se presenta y dice que es la primera vez que participa en un grupo terapéutico. Mediana edad, rostro apesadumbrado.
Quiere contar algo y no puede. Se le hace un nudo en la garganta, parece trabado. Todos bajan la mirada, el pudor de su pudor se expande como niebla espesa en la reducida sala.
“Es que no puedo, me pongo mal y empiezo a mariconear”- musita.
Más silencio. Hablan otros hasta que él toma coraje y dice, entrecortado, algo de su historia. Abandonado de niño, criado por un tío viejo sin mucha compañía ni mimos. Es un hombre de trabajo, acostumbrado a aguantar lo que venga, lo educaron, no se queja. Un señor que nosabe/nodebe/nopuede reconocerse débil porque sentir y emocionarse no fue una opción en su historia.
Aguantar, así de simple, por eso quizás llega a ese grupo.
Hace profundo e incómodo silencio y al fin, alentado por los otros, prosigue explicando y justificando al tío “…que lo crío como pudo, cómo creyó que estaba bien, a los golpes, como era antes…”
La masculinidad y sus modelos dominantes abarcan diversas formas de ser, reaccionar y enfrentar la vida que pocas veces incluyen la expresión de las emociones y la sensibilidad.
En ese hombre sufriente está vivo el niño al que le dijeron que “los hombres no lloran”, que “los machos no se quejan”, “que se la tiene que bancar” y tantas apelaciones al poder que se esgrimen a lo largo de la construcción del “ser varón”.
Una costosa armadura fabricada entre la brutalidad y el silencio.
El sistema patriarcal, concepto que las feministas trajeron al ruedo y que genera tantas discusiones y humoradas, aún entre muchas de nosotras, es – entre otras cosas- esa forma de concebir el rol del varón como el del macho que no sufre y si acaso sufre, se la aguanta. Un sistema con el poder invisible de teñir todas las relaciones humanas.
La tragedia de Villa Gesell que sacude las conciencias de todo el arco social actualizó la frase de que “el machismo mata” y nos dio otra perspectiva. Ya no es solo la bandera dolorosa que flamea ante cada femicidio, es la tremenda constatación de una realidad que nos involucra a todos los seres humanos.
El vil asesinato de un joven, hijo de paraguayos a manos de un grupo de “niños bien” puso en tela de juicio casi todas las certezas. Y dejó sobre la mesa muchos temas para analizar y el machismo está a la base de todas las variables.
La prepotencia del deporte (no solo el rugby, aunque sí especialmente) cuando forma solo la parte física y no el carácter ni la nobleza; la oscuridad del clasismo, una toxina sostenida por gran parte de la sociedad que pasa la vida “siendo” o “haciendo como que es” de determinadas maneras; el desprecio por lo diferente; la xenofobia por la que se anticipa que cualquier extranjero es un delincuente; el “bulling” con el que quisieron implicar malamente a otro joven; el racismo; el alcohol; las drogas; la ausencia de límites…
Todos los factores que se entrecruzaron para gestar la barbarie que terminó de esa manera indignante.
Fue un extremo, pero hay muchas otras “salvajadas intermedias” soportadas en silencio en nombre del “hacerse hombre” sin quejas, que son solo violencias, nada más.
¿Cuántos aguantan los rituales, las iniciaciones, las burlas, los abusos en sus cofradías, los “secretos de caballeros”, en esas fraternidades medio pelo con ínfulas de nobleza?
Pero no es solo la clase media alta o alta, sino que el violento modo de “hacerse hombre” incluye a todo el arco social.
Desde el potrero hasta los clubes exclusivos, del cabaret a los chats de pornografía, de las humillaciones del antiguo servicio militar al privilegio del “dolce far niente” del chico que juega mientras la hermana se ejercita en alguna labor doméstica. Cosas que siguen pasando todo el tiempo.
Cada uno de los sitios en los que han crecido, han marcado formas de masculinidad en las que impera desde el privilegio hasta la crueldad y las humillaciones, de pares y adultos.
Tanto niño marcado como ganado para seguir una senda violenta.
Tanto adulto/a mirando para otro lado, abdicando de su poder de padres/madres, de su posibilidad de poner límites y marcar otros rumbos.
Podemos hacer más.
Urge crear programas de atención para hombres con problemas de violencia.
Urge dejar de tener tanto miedo a la perspectiva de género e incluirla en clubes, escuelas, en merenderos para detectar las prácticas violentas: machistas, sexistas, homofóbicas y desaprender la violencia que se filtra por cada hendija de la vida.
Enseñar nuevas masculinidades es uno de los desafíos del milenio.
Pero es urgente también que cada uno en su casa y en su vida mire desde arriba como águila en vuelo y aprenda a detectar hasta las más sutiles prácticas violentas que nos atraviesan.
La lucha contra el machismo no es contra los varones, es solo contra esa forma violenta estructural, que corroe las bases de toda la sociedad.
Paremos la pelota. Así como estamos, estremecidos por lo irremediable de la muerte injusta, por la cobarde acusación a otro, por ese espejo deforme en el que nos miramos todos los días y que solo nos devuelve imágenes del espanto en el que estamos inmersos.
Que la muerte absurda sirva para cambiar algo.
(Patricia Patocco, 28 de Enero de 2020)