REALIDADES PARALELAS

 

En los primeros años 70, un supermercado era una rareza.

Los alimentos se compraban en el mercado, mercaditos y almacenes, contado o fiado hasta fin de mes

Cerca de mi escuela había uno.

Iluminado, enorme, donde todo era raro: las heladeras gigantes, las filas para pagar, las cajas.

A veces al salir de clases, íbamos. Recorríamos los pasillos mirando alimentos, bolsas y artículos desconocidos. En el almacén de don Ventura se simbaba el papel de estraza medio gris con que se envolvían los productos que pedíamos, anotados en un papelito por la mamá.

El plástico no había comenzado aún su reinado.

El recuerdo más nítido es que mi madre ponía paquetes en una canasta del super y para pagar nos instalaba a mi hermana y a mí en dos filas diferentes, con plata en mano y un paquete de azúcar, aceite o papel higiénico en la otra.

Ella migraba a otra caja y nosotras fingíamos ser señoras de cartera y sacábamos una mini fibra del portafolio para hacernos las que fumábamos.

Era un juego. Mientras mi madre vigilaba todo el tiempo sosteniendo a la bebé en sus brazos.

Pero no era un juego. No se podía comprar más de un producto de nada. Es “la carestía”, decía mi abuela después.

Era el desabastecimiento y la indicación de “no más de uno por cliente”.

¿Suena conocido?

 

Hoy estuve en un supermercado de Salta y además de los precios exorbitantes, de las promociones creativas, los precios justos y los injustos, miraba los rostros de la gente.

Enojados, mortificados.

Cada quien escudriñaba carteles, examinaba cada detalle del producto, hacía cuentas antes de decidir llevar o dejar otra vez en la góndola.

Las zonas de ofertas, casi vacías. Las filas largas de compras diezmadas y cálculos hostiles.

En la fila única, adormecidos por una voz neutral que habla de ocasiones, de días de descuentos y tarjetas especiales, avanzamos.

Detrás mío, una familia de cuatro. Las nenas recorren con sus deditos todas las golosinas que se ofrecen en la antesala de las cajas, donde colocan las tentaciones, ahora llenas de octógonos negros.

“No, eso no. Otro día. No, no podemos”

Se compra lo imprescindible, lo otro ya se verá.

 

Afuera sin embargo, se erige otro mundo.

En todas las calles de la ciudad y del país se ven caras sonrientes, maquilladas, bonachonas. Se acercan las elecciones. Cada afiche muestra candidatos de miradas profundas y dulces que casi nos dicen sin palabras “yo te entiendo, estoy con vos”.

Algunos carteles individuales, otros de grupos candidatos, caras que pretenden ser comunes pero han pasado por todos los filtros posibles para parecer estrellas.

Y luego las redes, que nos acercan las puestas en escena de la época: cursos básicos para sentirnos empresarios. Abrazos y paquetes de harina, para los panes que faltan en la mesa hace tanto. Pelotas y galletas, para los sueños de infancias.

Hay políticos que están hace mucho en el poder, otros, una horda de desconocidos que de pronto, han sentido el “llamado” y quieren trabajar por su barrio, por su pueblo .

Los programas claros de gobierno, las plataformas, las propuestas reales y cómo las llevarán a cabo, por ahora brillan por su ausencia.

Como en los 70, en los 80, en los 90 y en el 2001, otra vez la aflicción económica es esa ola inmensa que nos atrapa, nos da vueltas y nos ahoga.

Todos vamos revueltos en el negro mar de incertidumbres.

Y encima no nos dejan ni el humano placer de escucharlos debatir, plantear sus pareceres, pelear, defenderse y mostrarse un poquito cómo son en realidad.

Hay doce mil candidatos.

Los electores necesitamos evaluar mejor, sin tanto coucheo esos debates. Observar sus miradas, su lenguaje corporal, sus reacciones y limitaciones…eso tan elemental que se practica en las democracias del mundo.

Déjennos intuir al menos quién es quien en esta gran contienda de doce mi almas pugnando por lugares en sus (¿nuestros?) futuros.

 

( Patricia Patocco, 29 de abril de 2023)