Tuve que pelear por él. Y utilicé todas mis armas.
Convencí, rogué, recordé pactos y hasta lo retuve en mis brazos negándome a entregarlo, fingiendo llorar. Valió la pena…finalmente el carnicero me lo regaló y su hermanito, enfurecido, me odió para siempre. Nunca más jugamos.
Era un cachorrito tibio, color café con leche. Un caschicito que de grande, con altura mediana, tuvo porte de galán. Lo llamamos Batuque.
Lo más cerca que había visto un cachorrito fue una vez cuando una de las perras de mi abuela tuvo 9 al hilo y ella, ni bien nacían los metía en un fuentón con agua. “Para que no sufran”- me decía- “así ni se dan cuenta, no pueden salir a rodar por la vida y yo no los puedo tener”, “¿y les duele?”, “no, ni se enteran, mirá, ni abrieron los ojitos” Una asesina serial, sin dudas…a la que amé tanto, que todo le disculpaba mi corazón niño.
Pero Batuque fue otro cantar. Se convirtió en el primer perro de la familia, el que nos acompañaba al almacén y a cuanta travesura infantil iniciábamos con mis hermanas, el que nos defendía de cualquier extraño, el que no dejaba que ningún perro se acercara.
Un malevo honorable, nuestro hermano.
Tuvo una larga y feliz vida, comiendo lo mismo que nosotros y algunos días de fiesta, un puñado de alimento balanceado.
A partir de él, muchos fueron los animales que integraron la familia.
Pero el mundo cambia y las costumbres se modifican. A veces.
El último día del animal, entré a una veterinaria y me detuve a observar un caniche al que bañaban y secaban con esmero insólito y ví en sus ojos el agobio del adolescente obligado a ir a la peluquería.
Ahí nomás entró una mechudita en el bolso de su dueña, al mejor estilo Paris Hilton de estos cerros, con una colita rosa levantándole el flequillo. Sus ojitos de nena despótica, me observaron desafiantes, un segundo.
Más allá, toda una pared de juguetes para perros, un perchero con la moda otoño-invierno, collares con brillitos, camas y almohadones fashion, zapatitos y fardos de alimentos de valores obscenos. Dicen además, que pronto llegan las urnas funerarias para cenizas de mascotas.
Todos los arreglos y los afeites de la época, también para ellos, porque el mundo cambia y las costumbres se modifican. A veces.
Los perros van elegantes, portados por sus dueños, muchos de los cuales aún no se enteraron que tienen que llevar bolsita para levantar sus heces. Porque no son perritos de vitrina, tienen sus necesidades que no pasan por la manía humanizante que hoy nos condiciona.
Y uno camina por las calles salteñas, esquivando soretes todo el tiempo y, sin embargo, el pasado sábado, durante el último Día del Animal, las peluquerías de perros estuvieron de parabienes, sin turnos disponibles.
Los especialistas dicen, que se trabajó tanto o más que el sábado anterior cuando las esteticistas de la ciudad, peluqueras, depiladoras y manicuras de personas, prepararon con gran afán a las niñas que concurrieron al “baile de señoritas” de un tradicional club salteño, donde fueron presentadas en sociedad, “portadas” por lindos jóvenes que algún día serán quizás, sus maridos.
Hay costumbres que cambian. Otras, se mantienen petrificadas en el tiempo.
Devaneos de gran ciudad, cuando seguimos siendo aldea.
(Patricia Patocco, 2 de Mayo de 2017)